Horas sin días
Este es mi aporte para el primer Versus del año, para los Gisicomwriters y todo humano o máquina que se precie. Eso si , el plazo acaba mañana...sólo un mutante o inhumano, podría lograrlo ya, si lo intentara. O Mercurio, o Flash...
Horas sin días.
Entran dos figuras blancas en la habitación sumida en la penumbra y abro los ojos, empezando a incorporarme. Hablan, las figuras hablan, me susurran que siga acostada. Es un eufemismo, estoy vestida con un chandal cómodo y una manta arrugada a mi lado, intentando descansar en un amplio sillón. Son las cuatro de la madrugada, es la ronda nocturna.
Cuando vuelven, a las siete, es el inicio de la rutina hospitalaria. Imploro en voz baja que la traten con cuidado en sus manipulaciones matutinas y pregunto si tenemos en el carro de las enfermeras la medicación, por si se agita. Tengo carta blanca para pedir sus dosis de morfina. Antes de eso, una tortura por el código deontológico (ni siquiera sé si lo escribo bien), hay que seguir el protocolo. Ayer, la enfermera jefe no las trajo a tiempo y prometí interiormente que no volvería a suceder, no. La vida tiene una fortaleza absurda y tu estás aguantando demasiado en tu cuerpo...
Necesito un café, pero este hospital en medio de la autovía no tiene una miserable máquina y hay que esperar a que abran la cafetería. Lo sé porque lo he recorrido entero por las noches, cuando salgo por urgencias para fumar el último humo antes de volver a la habitación, donde aguardamos el desenlace las dos juntas.
Son las ocho y media.
Te digo que vuelvo enseguida, que bajo un ratito a desayunar. No sé si me escuchas, si a esa nube artificial llegan mis palabras, ni el beso que deposito en tu frente. Hace mucho frío al salir a la entrada principal, estamos a primeros de febrero y el aire corta inmisericorde. Todo a mi alrededor parece hecho con bordes cortantes. Fumo como una condenada dos cigarrillos de golpe. Apenas he tomado una galleta con el brebaje que supuestamente contiene cafeína y además sabe horrible. No importa, nada importa, estaba caliente y es suficiente. Mi estómago no quiere nada, ella ya no come ni bebe. Han retirado las sondas y las vías, queda una para la morfa en su hombro.
Inauguro el cenicero de la entrada, cuando la jornada termine será un bosque de colillas plantadas en la arena. Plantamos nuestros miedos con cada árbol nicotínico, con ojos enrojecidos por la angustia y la zozobra.
Regreso a la puerta con tres números dorados escritos en relieve y respiro hondo, antes de entrar. Te cuento que hace un día muy nublado mientras intento acomodarte mejor y vierto colonia en tu cabello, sobre la almohada, intentando disipar un aroma extraño con un fondo desagradable.
La muerte no huele bien según viene, pienso.
Acerco a la cama el sillón donde hace unos días aún podías sentarte y me sitúo a tu lado, sosteniéndote la mano. Hablo muy poco, perdona. Las horas a tu lado se deslizan sólo interrumpidas por las figuras blancas y mis escasas ausencias. Tus manos...están tan inflamadas, todo tu cuerpo grita. Ay, mama...
Es la una post meridian, dicen las agujas del reloj, cansadas ya.
El personal sanitario me trae una bandeja de comida a la hora de comer. No deberían, porque ella ya no se alimenta, pero no lo han tachado en su ficha y me la dan con un guiño. Para poder comer, me sitúo junto a la ventana y miro, entre bocado y bocado, al cielo. Casi siempre está gris. Me cuesta masticar y tragar. Me cuesta respirar sin llorar. Vamos, otro bocado más...
Vienen a recoger la bandeja y la auxiliar mira con disimulo lo que queda. Saben que a la noche con un yogur es suficiente y sin decir nada me lo dejan en la mesita. Son ángeles, en el ahora que habito, pues tienen el don de poder ayudar a morir sin dolor y las sonrío, agradecida. Han debido de comentar algo al doctor, porque me dijo en su visita nocturna que no podía pasar esto sin nadie. Se equivoca, sí que puedo. Creo que si no me rompo, es por estar a solas las dos, porque cuando hablo, me quiebro en la voz y por dentro rabio por mi debilidad.
Las seis de la tarde.
Escucho ruidos de visitas en el pasillo, el trajinar de los carritos, saludos de familiares de otras habitaciones sin mortajas. Mis ojos se posan en el mando a distancia de la televisión. Lo contraté para que se distrajera, pero apenas lo utilizó, el dolor no la dejaba. Decido pasar por recepción y devolverlo. Frente al mostrador, me da las veinte monedas y me pregunta si es que dejamos la habitación. Niego con la cabeza, la chica uniformada no comprende.
Me acerco después a la librería (por dar un nombre a ese cuchitril) del hospital. A veces consigo leer enterándome de lo que las palabras intentan expresar, porque me descubro pasando páginas sin sentido, casi siempre...Hay un libro de oferta que trata de vampiros y lo compro. Lectura ligera. Para compensar el gasto ya inventaré algo. No quiero dejarla sola mucho tiempo y me apresuro al llamado de tres números dorados que me gustaría olvidar.
Esta vez, respiro hondo dos veces al entrar y aprieto muy fuerte el tomo entre mis manos. Sigue igual, salvo que el olor se está volviendo más intenso. Abro un poco la ventana, pero el ruido de las máquinas hace que lo cierre apresuradamente, no la vaya a molestar.
Pasan las horas y me siento suspendida en una especie de útero atemporal en suspensión, inactivo, he olvidado el mundo y sus gentes, son días repetidos en un limbo. Mi existencia es sostener su mano acalambrando la mía, esperando. Tengo un pensamiento muy raro, deseando permanecer así siempre, dándole la mano eternamente, los mismos días repetitivos, y en ese ciclo inmutable ella duerme sin dolor y yo, agarrándola muy suavemente, la velaría en su sueño sin muerte...
Tengo que dejarla partir.
No se que hora es, puede que se acerque a la medianoche, en estas horas sin días.
He bajado al escaso jardín que hay en el aparcamiento. Ha recibido la inyección hace un cuarto de hora. Cuando la veo respirando algo más tranquila, le digo que bajo a tomar cinco minutos el aire, no le gusta que fume y no digo nada de salir a mis humos, aunque no sé si puede escucharme, y la susurro un te quiero y enseguida estoy, antes de bajar.
El silencio se asienta con la helada, este mes de febrero. Camino sin rumbo, dando vueltas. No quiero pensar, por favor, no quiero pensar.
Encamino mis pasos al vestíbulo iluminado y subo las escaleras despacio. Hablo con la enfermera del turno de noche pero ya no me queda sonrisa para acompañar mis palabras. Paso cerca del carro aparcado junto al mostrador y, de un vistazo, compruebo que las ampollas están preparadas. El silencio es total y cierro la puerta de los números dorados suavemente.
Repaso todo lo que he escrito hoy y dejo que el cuaderno resbale. Es hora de intentar dormir. Me recostaré, mirándola fijamente, grabando su figura en mi memoria. Un nudo se forma en mi garganta, estrujando mi corazón. La escucho respirar, tan agitada... Elevo una oración al mismo dios, al mismo infierno: Sin pesadillas, que no tenga pesadillas. ¡Dejadla tranquila!.
Entran dos figuras blancas a esta habitación en penumbra y abro los ojos, empezando a incorporarme. Hablan, las figuras hablan, y me susurran que siga acostada. Es un eufemismo, estoy vestida con un chandal cómodo y una manta arrugada a mi lado, intentando descansar en un amplio sillón.Son las cuatro de la madrugada, es la ronda nocturna...
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Imagen Jeremy-Gedge/ the white cosmonaute.
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